La Hamaca
En La Hamaca los personajes eran Job (que yo mismo interpretaba, ¡la patudez!); Casiano (que interpretaban indistintamente Luis Sánchez y Hans Schuster); Bula (que interpretaba Mario Delgado, el de la botillería de calle Aníbal Pinto); y la Vecina (que interpretaban indistintamente Hans y otro joven de pelo muy largo de cuyo nombre no me acuerdo). La dirección fue de Luis Arriagada, que a veces interpretaba a estos tres últimos personajes cuando alguien faltaba. Me parece que Maha Vial pudo haber interpretado a la Vecina en alguna ocasión.
El asunto era la relación entre tres personajes que vivían en un sistema cerrado, en una atmósfera donde el tiempo no transcurre, impregnado de sadomasoquismo, intervenido de tanto en tanto por una vecina que se empecinaba en reclamarles y agredirlos desde el otro lado de una verja, hasta que los cohabitantes deciden ahorcarla. El asunto hace alusión al entorno urbano y ribereño de la ciudad, los amores perdidos, la desesperanza radical, la asunción irónica por un pasado en el que se creyó en algo. Job encarna el escepticismo más extremo, permanece en una hamaca todo el tiempo y se niega a abandonarla; Casiano, la juventud enloquecida por la atmósfera represiva de entonces y la obsesión por aprender el oficio de torturador en el que ve una salida liberadora; Bula expresa la ancianidad sumisa frente al poder; y la Vecina es quien trae las noticias de la realidad, lo que acaba por exasperar a sus victimarios. Obviamente, en ese tiempo yo tenía muy presente la dramaturgia de Beckett (Esperando a Godot y Los Días Felices); de Wilder (El Viaje Feliz); de Pinter (El Vigilante y El Montacargas, ésta última la representamos en el Teatro Municipal); y de Albee (El Zoo de Cristal); además de la farsa molierana, autores cuyas obras había visto como espectador representadas por el glorioso Teatro Universitario de la Austral.
Con la distancia histórica comprendo y valoro como un lujo lo que significó ese Teatro en mi formación intelectual. Éramos una ciudad de provincia y teníamos la excelencia del teatro universal ahí a menos de una hora de trayecto. ¡Cuán enriquecida espiritual y estéticamente estaba la ciudad! Incluso, hasta poco después del golpe, porque recuerdo que Los Días Felices la vi sentado al lado de Nicanor Parra en 1975 o 1976. Al final de la obra él dijo «¡Esto es lo que se llama estar tres horas comiendo mierda!» Aún no sé qué quiso decir en ese momento, quizás se aburrió. La obra es exasperante, pero a mí me hacía mucho sentido y sé que influyó al momento de escribir el guión de La Hamaca.
Clemente Riedemann. Puerto Varas, agosto 2018.
Lina Ladrón de Guevara
Escuela de Teatro de la Universidad Austral: Una Experiencia Personal (1972-1976)
Lina Ladrón de Guevara
Montreal, invierno de 2017.
Nos establecimos en Valdivia en el año 1972. No recuerdo el mes, pero pienso que debe haber sido en septiembre o comienzos de octubre. Acabábamos de regresar de una estadía de casi dos años en Canadá. Habíamos vuelto a Chile con una mística por la Naturaleza, hastiados de las grandes ciudades y deseando no vivir en Santiago. Pero en ese momento era casi imposible conseguir casa para arrendar, en ninguna ciudad chilena. Celso, mi esposo, trabajaba en la Universidad Técnica, y podía cambiarse a la Técnica de Valdivia. Jaime Silva, director de teatro y dramaturgo, ya estaba trabajando en Valdivia y nos insistía para que nos trasladáramos allá. ¡Pero no había donde vivir! Hicimos varios viajes en busca del arriendo ideal, pero no había nada, ni siquiera algo muy distante del ideal. Una amiga nos consiguió, con gran trabajo, una casa en Santiago. Parecía que nuestro futuro no se realizaría en Valdivia.
En ese momento Jaime llegó con la noticia de que él sabía de una casa disponible. Se la ofrecían a él, pero no la necesitaba en ese momento. Viajaba periódicamente desde Santiago a dar sus clases en la Austral y no requería casa permanente. ¡Nosotros, con dos hijos pequeños, por supuesto necesitábamos más estabilidad! Y así fue como arrendamos una casita de tres dormitorios en una parcela frente al río Calle-Calle, en el barrio de Las Ánimas. Gracias a Jaime nos instalamos en Valdivia ¡Probablemente nos salvó la vida!
Mi marido empezó a hacer clases de ingeniería en La Universidad Técnica del Estado, y yo a trabajar en la nueva Escuela de Teatro de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Austral, en la calle General Lagos, al lado del majestuoso río Calle-Calle que en el invierno inundaba el subterráneo donde funcionaba la cafetería de la Facultad… Nuestra aventura valdiviana comenzaba de una manera novedosa y extraordinaria.
Al comienzo yo hacía clases de expresión corporal y actuación. Poco a poco las actividades aumentaron. Empezamos a montar obras y a hacer teatro infantil. Creamos un grupo que contaba cuentos chilenos tradicionales. Visitábamos con ellos colegios, y poblaciones. La idea era que los alumnos practicaran frente a un público real, y que promoviéramos el folklore chileno, especialmente el sureño.
Recuerdo que los profesores nos reuníamos con gran frecuencia a hablar sobre los alumnos, a discutir sus progresos, sus debilidades, a planear estrategias para resolver problemas. Yo esto lo tomaba como algo natural, me parecía la forma lógica de llevar adelante una escuela de teatro. Con los años, y la experiencia en otros países y ambientes, me he dado cuenta de que estas discusiones no son una norma en todos los establecimientos de educación artística. Por mi parte, me alegro de haber tenido esa experiencia docente. Parte importante de las actividades de la escuela era la creación de un teatro abierto al público valdiviano, en el que participaran profesores y alumnos, como actores, directores, diseñadores escénicos y de vestuario, utileros, iluminadores, en fin, que hicieran todos los trabajos necesarios para mantener una compañía teatral funcionando. Así los alumnos realizaban una práctica intensa que incluía una relación constante con los públicos de distintos barrios valdivianos y ciudades sureñas. Además de las clases teóricas, los alumnos debían asistir a ensayos y funciones y participar en todas las tareas requeridas para crear una actividad teatral valdiviana, que pudiera además viajar a otras ciudades y provincias. Otro de nuestros principios era colaborar en los montajes con las otras disciplinas que se enseñaban en la facultad, como música y danza. Recuerdo dos colaboraciones con la Escuela de Danza: me tocó recitar un poema de Jaime Silva acompañando un ballet con música de Chopin; y, un texto del joven poeta Roberto Matamala, que ilustraba una escena del ballet Sheherezade de Rimsky-Korsakov. Por cierto, no recuerdo todas las obras que montamos, pero entre otras estaban: El Oso y La Petición de Mano, de Chejov; Pasos de Lope de Rueda; La Lección de Ionesco y El Médico a Palos de Moliere. Con las dos últimas obras hicimos una hermosa gira a Chiloé. Las presentaciones se hacían en las escuelas de pequeños pueblos, con una asistencia extraordinaria. Creo que nadie se quedaba en casa. ¡El pueblo entero estaba en el teatro! El Médico a Palos presentaba una problemática fácilmente comprendida por el público, pero La Lección de Ionesco causaba muchas discusiones. Y en un cierto momento tuvimos que asegurarle al público que con esa obra no pretendíamos «tomarles el pelo,» sino presentarles algo diferente, una visión del mundo que causara sorpresa e hiciera pensar. Después de ver la obra los niños nos seguían por las calles gritando: «¡Me duelen las muelas…!» Esta gira por Chiloé produjo en todos un gran interés y cariño por esa región, para la mayoría de nosotros remota y llena de sorpresas por sus costumbres y tradiciones, distintas a las del resto del país.
Poco después llegó el golpe militar. No es el propósito de esta narrativa entrar a discutir a fondo lo que esto implicó, pero puedo decir que se produjo un ambiente de gran temor y de inseguridad. Varios de los profesores fueron despedidos de inmediato. Algunos de los alumnos fueron expulsados, otros encarcelados e, incluso, ejecutados. Nada se sabía con seguridad, había muchos rumores, y sobre todo mucho miedo. Después de los primeros días en que todos tuvimos que permanecer encerrados en nuestras casas, comenzamos poco a poco a retomar actividades.
Como ejemplo de lo sorpresivo que fue todo esto, de lo inima ginable que eran para nosotros los extremos a que podía llegar la represión, puedo contar que el día del golpe teníamos programada una representación de El Oso de Chejov, en uno de los liceos de Valdivia. Yo había llegado temprano a la Facultad, ordenado todo lo necesario para presentar la obra, llenando dos cajas de utilería y vestuarios, y los había llevado a la entrada del edificio para esperar el vehículo en que iríamos al Liceo. En ese momento llegó uno de los profesores que actuaba en la obra. «Lina, me dice, ha habido un golpe militar!» «Sí, le respondí, pero tenemos función en el Liceo.
Aquí tengo todo listo». «Hay un golpe militar, repite, no va a haber ninguna función». «¡Pero, cómo! si ya estaba todo confirmado ¡No podemos cancelar!» Yo seguía aferrada a mis principios de actriz: «¡La representación sólo se cancela con certificado de defunción!», nos enseñaron en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile! Yo había aprendido muy bien ese principio.
Mi compañero logró persuadirme y aclararme la gravedad de la situación. Era increíble para mí que en Chile pudiera suceder algo tan extremo y tan violento. Poco a poco fuimos aprendiendo que era así, efectivamente. Días después, fui informada por un elegante abogado cuyo nombre no recuerdo, que la Universidad Austral ya no necesitaba mis servicios. Respondí que yo estaba a cargo de varios cursos, que teníamos una serie de proyectos en preparación y que era evidente que la Universidad me requería. Pero mis argumentos no contaron para nada. Por suerte, Matilde Romo, Vicedecano de la Facultad de Bellas Artes, era muy convincente, y tenía muchos conocidos en posiciones elevadas. Ella logró, caso excepcional y único, que me recontrataran. Pero ya sabíamos todos que estábamos vigilados y que teníamos que cuidar nuestras acciones.
Empezó una etapa de mucha actividad para la Escuela de Teatro. Por supuesto, con Jaime Silva a la cabeza de la Facultad de Bellas Artes, no faltaban ideas de obras que presentar, nuevos proyectos que realizar. Jaime fue un gran artista. Su cultura teatral era enorme y sólida, poseía extraordinaria energía y entusiasmo para convertir en realidad las presentaciones que consideraba esenciales para la formación y desarrollo cultural y artístico, no sólo de los alumnos, sino también de los habitantes de la región en que vivíamos. Matilde Romo, directora de la Escuela de Danza tenía también gran talento y un amor contagioso por su arte. A todo esto, se agregaba el sentimiento claro que teníamos todos los profesores y artistas de la Facultad de Bellas Artes de que, bajo un régimen militar, nuestra situación no era sólida. Teníamos que probar que éramos eficientes, que producíamos y elevábamos el nivel cultural de la ciudad y de la provincia. Extendimos el alcance de nuestras giras y nos convertimos en una Escuela que prestigiaba la Universidad Austral en toda la región. (Curiosamente, estas aspiraciones nuestras al desarrollo cultural y educativo de la zona, fue una de las razones que se supone motivaron al Gobierno Militar a cerrar la Escuela de Teatro en 1976).
Montajes que recuerdo de ese período, y en los que actué, fueron El Zoológico de Cristal, de Tennessee Williams y Días Felices de Beckett. En estas dos producciones tuve el privilegio de actuar en dos roles difíciles, complejos, que fueron muy importantes para
mi desarrollo como actriz.
Realizamos también el Oratorio 1850, una obra muy ambiciosa escrita por Jaime, con música de Luis Advis. Era un homenaje a la colonización alemana de la zona de Valdivia. La obra contaba con un elenco de casi cien personas: tenía un coro infantil y otro de adultos. Cantantes solistas, narradores, bailarines, actores que representaban escenas de otras épocas, con títeres, máscaras y vestimentas llamativas, coreografías de distintos periodos históricos.
Era un gran espectáculo. Fue miembro del elenco la famosa cantante Malú Gatica, una mujer encantadora que ayudó mucho a que tuviéramos una gran asistencia de público. Mi personaje era una «flapper» de los años veinte, que cantaba, bailaba, y recitaba en alemán. Todavía recuerdo los versos que provienen de una obra alemana tradicional para niños, llamada Der Struwwel Peter: Wenn die Kinder artig sind Komt zu ihnen das Christkind… Esta obra viajó mucho, a pesar de su numeroso elenco. En Santiago se presentó en el Teatro Municipal. Allí el público, en el que había muchas personas de origen alemán, al final nos ovacionó y lanzó al escenario una lluvia de claveles rojos… Fue una recepción excepcional, muy fina…
Todas las obras que se presentaron durante estos años representaban un deseo de explorar, de inspirar en nuestros alumnos curiosidad, audacia, y una aspiración constante a la perfección, a mantener siempre la disciplina teatral, para que nuestro arte lle gara a su mayor altura. Quiero hablar de una experiencia que fue muy significativa para mí. Mencioné que durante nuestras giras nos encariñamos mucho con Chiloé. Tanto fue así, que sus leyendas y folklore me inspiraron para escribir una obra que describiera ese mundo, tan desconocido para nosotros los «nortinos». Con un grupo de alumnos (que incluía a las hermanas Poseck, Bernardita Hurtado, Luis Arriagada, Rosa Álvarez, Bruno Rodríguez, Pedro Torres y a otros más), realizamos un viaje de investigación a Chiloé, donde entrevistamos a la gente en los mercados y en las playas, tomamos notas de sus vestimentas, de sus maneras de hablar, les hicimos preguntas sobre sus leyendas y creencias, en fin, tratamos de empaparnos en ese mundo que nos parecía tan distinto y novedoso. En esto nos ayudó mucho Bernardita Hurtado, que era de Chiloé, había vivido allí desde niña con sus abuelos, y tiene gran intuición artística y un enorme cariño por su isla. Basándome en el material recolectado escribí una obra llamada El Trauco Enamorado. Mi intención era hacer una obra para niños, y por lo tanto tuve que modificar el personaje del Trauco, que, ¡según la tradición es un gnomo de enorme apetito sexual, que se supone justifica todos los embarazos sorpresivos de las muchachas chilotas! El montaje de esta obra fue muy interesante para mí. Era la primera vez que trataba seriamente de representar la cultura popular, y rendirle un homenaje a su imaginación, su picardía y sentido del humor, a su poesía, a la riqueza de sus observaciones sobre la vida y el medio ambiente que los rodeaba. Traté de ser lo más fiel posible a la realidad que había observado. Tuve un buen elenco para realizar la obra, mucha colaboración de parte de los estudiantes para investigar la realidad de Chiloé, para crear el vestuario, las máscaras y la escenografía. No sé si nos dábamos cuenta cabal de lo que estábamos haciendo, pero yo tenía la intuición de que era algo novedoso, que estábamos honrando y reconociendo el talento y la creatividad de los chilotes; algo que hasta ese momento (estoy hablando de 1975), no se había hecho. La cultura y el arte, se suponía que estaban sólo en Santiago, o a lo más en las grandes ciudades y en las clases dirigentes. Todavía no prevalecía la idea de que era indispensable conocer, apreciar y respetar las diversas culturas de nuestros pueblos indígenas.
En una de nuestras giras a Chiloé, el alcalde de la ciudad de Castro, al saber de nuestra obra El Trauco Enamorado, ofreció presentarla sin costo alguno para el público, en una función a las tres de la tarde. Con mucha anticipación, la gente se estaba agolpando a las puertas del teatro. Era un público distinto, no los intelectuales de clase media de costumbre, sino más bien campesinos, pescadores, vendedores de feria, obreros. Este evento era algo completamente inusitado: ¡Teatro gratis y una obra llamada El Trauco Enamorado! ¡Era una gran sensación! Cuando el público llenó la sala, yo, sentada en el centro de ella, pensé que estaba viviendo una situación excepcional: había escrito y dirigido una obra en la que por primera vez, el público iba a ver representadas sus creencias, sus costumbres, sus personajes. Habíamos tratado de ser lo más auténticos posible, en los trajes, en las maneras de hablar, en todos los detalles. Empezó la obra, y se sentía que el público estaba entusiasmado con la idea de ver su propia historia. Cuando llegó el momento de la aparición del Trauco, el suspenso en la sala era intenso: pienso que todos temían, y al mismo tiempo esperaban, ver a un Trauco escandaloso… Pero era una obra para niños, y este Trauco era ingenioso, simpático, maldadoso y pícaro, pero no explícito en sus maldades. Sentí que el público se relajaba… ¡Tal vez el otro Trauco hubiera sido demasiado extremo! En todo caso el aplauso fue grande, y quedamos todos felices con la experiencia. Para mí, esta fue una vivencia importante, un descubrimiento de las fuentes de la imaginación, de la importancia de reconocer y respetar las culturas primeras, las que están más cerca de la tierra, de la Naturaleza, de los misterios profundos del cosmos. Representamos esta obra muchas veces y una vez la llevamos a Santiago, al Liceo Manuel de Salas. Después de la función uno de los profesores me comentó: «Bonita la obra. ¿Está basada en una leyenda japonesa?» En Canadá escribí un cuento llamado Trauco in Love, donde presento los personajes de la mitología chilota. Curiosamente, los indígenas de estas costas, muy parecidas en su geografía a las del Sur de Chile, tienen en su rica mitología, personajes semejantes a los nuestros. ¡Lindo tema para un estudio etnográfico, o tal vez, para una obra de teatro!pensé que estaba viviendo una situación excepcional: había escrito y dirigido una obra en la que por primera vez, el público iba a ver representadas sus creencias, sus costumbres, sus personajes. Habíamos tratado de ser lo más auténticos posible, en los trajes, en las maneras de hablar, en todos los detalles. Empezó la obra, y se sentía que el público estaba entusiasmado con la idea de ver su propia historia. Cuando llegó el momento de la aparición del Trauco, el suspenso en la sala era intenso: pienso que todos temían, y al mismo tiempo esperaban, ver a un Trauco escandaloso… Pero era una obra para niños, y este Trauco era ingenioso, simpático, maldadoso y pícaro, pero no explícito en sus maldades. Sentí que el público se relajaba… ¡Tal vez el otro Trauco hubiera sido demasiado extremo! En todo caso el aplauso fue grande, y quedamos todos felices con la experiencia. Para mí, esta fue una vivencia importante, un descubrimiento de las fuentes de la imaginación, de la importancia de reconocer y respetar las culturas primeras, las que están más cerca de la tierra, de la Naturaleza, de los misterios profundos del cosmos. Representamos esta obra muchas veces y una vez la llevamos a Santiago, al Liceo Manuel de Salas. Después de la función uno de los profesores me comentó: «Bonita la obra. ¿Está basada en una leyenda japonesa?» En Canadá escribí un cuento llamado Trauco in Love, donde presento los personajes de la mitología chilota. Curiosamente, los indígenas de estas costas, muy parecidas en su geografía a las del Sur de Chile, tienen en su rica mitología, personajes semejantes a los nuestros. ¡Lindo tema para un estudio etnográfico, o tal vez, para una obra de teatro!
Margarita Poseck Menz
Un Vikingo en el Bosque
Los recuerdos de mi primer encuentro con Jaime Silva se me presentan como fragmentos de un sin número de anécdotas vinculadas a nuestros inicios de lo que por aquellas fechas era una actividad teatral que crecía y se proyectaría desde la academia, a pesar de tener solo 16 años. Recién llegado a Valdivia, Jaime Silva se había instalado, junto a Gabriel Rojo, en una casa en las afueras de la ciudad hacia el sector de Piedra Blanca, camino al sur, en un lugar montañoso y aislado. Una tarde estábamos junto a mi hermana gemela, Eugenia, en casa de Verónica Cortínez, y su madre, Matilde nos pregunta si queríamos acompañarla a saludar a un profesor recién llegado a la ciudad. Nosotras, aún no conscientes de nada, lo vimos como un panorama posible y partimos en la citroneta de Matita* hacia el lugar. Recuerdo que llegamos al caer la tarde y el lugar no tenía luz eléctrica.
Entramos a la casa, y ahí lo vi por primera vez. Un hombre alto, imponente, con un largo pelo rubio, una barba y ojos azules, tendría calculo yo, en ese tiempo, unos 35 o algo más de edad. No recuerdo el detalle de la reunión, pero sí algo insólito que ocurrió aquella vez: llevábamos ya bastante rato en la conversación y de pronto me percato que en un rincón de la habitación había otra persona, muy quieta en la oscuridad, fumando un cigarro. Era Gabriel, el compañero de Jaime, que había llegado con él. Un hombre callado, de mirada inquietante, moreno, también de porte imponente. Desde una perspectiva de adolescente ambos hombres construían un cuadro bastante perturbador, pero hoy día los percibo como personajes de un cuento que más tarde abriría páginas maravillosas en nuestras vidas. Jaime Silva era un maestro de aquellos que con su sabiduría y estilo marcan huellas profundas. Su amor al teatro, su tremenda habilidad de traspasar conocimientos y hacerte sentirte cómoda a la hora de interpretar un rol. Los ensayos con él eran una experiencia en la que nos sumergíamos sin tiempos ni apuros. El mundo externo quedaba fuera de inmediato y las horas pasaban sin darnos cuenta. Tuve la suerte de compartir escenario con él cuando montamos La Carroza del Santo Sacramento de Próspero Merimée, yo en el rol de Camila Perricholi, y él como marido. Al comienzo sentía un poco de pudor, pero luego fue una experiencia fantástica.
Jaime nos llamaba «las lolas», por nuestra juventud, y tenía la paciencia de pasar por alto pequeñas conductas propias de la edad. Cuando fuimos de gira a Santiago con el Oratorio Escénico 1850 en plena dictadura, embarcó a todos en la Pingüina, la micro amarilla de la universidad, pero tuvo la gentileza de protegernos de aquello y consiguieron un avión pequeño que nos trasladó a Santiago. Como llegamos antes, nos trasladamos al Teatro Municipal y tras largas horas de espera, sin entender que ocurría, porque no llegaban, nos comentan que los habían llevado detenidos por circular en toque de queda. Él era capaz de salir de todas esas situaciones, siempre con una sonrisa. Jaime Silva era un animal de teatro, como son muy pocos. Años más tarde y él ya de regreso de un autoexilio en España y Canadá, ya bastante mayor, me sorprendió verlo trabajando en Santiago con una sobrecarga enorme. Su regreso a Chile no estuvo exento de sinsabores. Se le vinculó injustamente como colaborador al régimen de Pinochet. Cosa que no fue así, su decisión de seguir trabajando y venirse al sur de Chile en esos tiempos, sólo respondió al enorme amor que sentía por el teatro, por un teatro «vivo», a pesar de todo.
Margarita Poseck Menz
- «Matita» era el sobrenombre cariñoso de esa maravillosa mujer llamada Matilde Romo.
Juan Ossa González. Actor valdiviano.
El día miércoles 29 de marzo del 2017, conocí la historia de Juan Ossa en el teatro valdiviano. Entre las obras que participa podemos mencionar Cheché y la Mano, Moliére y 3 tristes tigres. La anécota que podemos contar o ¿no?. Entre otras aventuras y desventuras de las tablas valdivianas es una historia que se escribe día tras días a través de las voces de los protagonistas.