Conocí a Jorge Torres en 1971 en un taller denominado «Técnica Literaria del Drama», en la mítica casona de calle General Lagos donde funcionaba la Facultad de Bellas Artes de la UACh. Yo cursaba entonces mi último año en el liceo y me había informado del curso a través del periódico local El Correo de Valdivia. El taller era dirigido por Juan Guzmán Améstica y a la hora de la reunión no había más que tres interesados: Torres, Jorge Ojeda y yo. Eran como las siete de la tarde y estaba oscuro. Mi vida de escritor empezó entonces.

Luego de algunas formalidades, el director del Taller nos preguntó sorpresivamente: «Ya que somos tan pocos y la sala es tan grande, ¿por qué no nos vamos a conversar a un lugar más apropiado?» Los dos Jorges se miraron con la complicidad que les daba una amistad ya en trámite avanzado y se volvieron hacia mí que estaba sentado a sus espaldas. Después de unos segundos en que me miraron con cierto patetismo, Ojeda me preguntó: «¿Tienes permiso de tu papá?»

El humor irónico de Ojeda me resultaba entonces atemorizante. Yo no estaba acostumbrado a tratar con la ralea intelectual, atender a esas expresiones que llevan una pequeña bombilla venenosa en el interior de cada frase. Miré a Torres y él –que parecía una torre alta, gorda y ceñuda– asintió con la cabeza. Su gesto me dio confianza. «Sí», dije, con alguna inquietud.

Extracto de La Ciudad Sin Torres, por Clemente Riedemann.

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