Un Vikingo en el Bosque
Los recuerdos de mi primer encuentro con Jaime Silva se me presentan como fragmentos de un sin número de anécdotas vinculadas a nuestros inicios de lo que por aquellas fechas era una actividad teatral que crecía y se proyectaría desde la academia, a pesar de tener solo 16 años. Recién llegado a Valdivia, Jaime Silva se había instalado, junto a Gabriel Rojo, en una casa en las afueras de la ciudad hacia el sector de Piedra Blanca, camino al sur, en un lugar montañoso y aislado. Una tarde estábamos junto a mi hermana gemela, Eugenia, en casa de Verónica Cortínez, y su madre, Matilde nos pregunta si queríamos acompañarla a saludar a un profesor recién llegado a la ciudad. Nosotras, aún no conscientes de nada, lo vimos como un panorama posible y partimos en la citroneta de Matita* hacia el lugar. Recuerdo que llegamos al caer la tarde y el lugar no tenía luz eléctrica.
Entramos a la casa, y ahí lo vi por primera vez. Un hombre alto, imponente, con un largo pelo rubio, una barba y ojos azules, tendría calculo yo, en ese tiempo, unos 35 o algo más de edad. No recuerdo el detalle de la reunión, pero sí algo insólito que ocurrió aquella vez: llevábamos ya bastante rato en la conversación y de pronto me percato que en un rincón de la habitación había otra persona, muy quieta en la oscuridad, fumando un cigarro. Era Gabriel, el compañero de Jaime, que había llegado con él. Un hombre callado, de mirada inquietante, moreno, también de porte imponente. Desde una perspectiva de adolescente ambos hombres construían un cuadro bastante perturbador, pero hoy día los percibo como personajes de un cuento que más tarde abriría páginas maravillosas en nuestras vidas. Jaime Silva era un maestro de aquellos que con su sabiduría y estilo marcan huellas profundas. Su amor al teatro, su tremenda habilidad de traspasar conocimientos y hacerte sentirte cómoda a la hora de interpretar un rol. Los ensayos con él eran una experiencia en la que nos sumergíamos sin tiempos ni apuros. El mundo externo quedaba fuera de inmediato y las horas pasaban sin darnos cuenta. Tuve la suerte de compartir escenario con él cuando montamos La Carroza del Santo Sacramento de Próspero Merimée, yo en el rol de Camila Perricholi, y él como marido. Al comienzo sentía un poco de pudor, pero luego fue una experiencia fantástica.
Jaime nos llamaba «las lolas», por nuestra juventud, y tenía la paciencia de pasar por alto pequeñas conductas propias de la edad. Cuando fuimos de gira a Santiago con el Oratorio Escénico 1850 en plena dictadura, embarcó a todos en la Pingüina, la micro amarilla de la universidad, pero tuvo la gentileza de protegernos de aquello y consiguieron un avión pequeño que nos trasladó a Santiago. Como llegamos antes, nos trasladamos al Teatro Municipal y tras largas horas de espera, sin entender que ocurría, porque no llegaban, nos comentan que los habían llevado detenidos por circular en toque de queda. Él era capaz de salir de todas esas situaciones, siempre con una sonrisa. Jaime Silva era un animal de teatro, como son muy pocos. Años más tarde y él ya de regreso de un autoexilio en España y Canadá, ya bastante mayor, me sorprendió verlo trabajando en Santiago con una sobrecarga enorme. Su regreso a Chile no estuvo exento de sinsabores. Se le vinculó injustamente como colaborador al régimen de Pinochet. Cosa que no fue así, su decisión de seguir trabajando y venirse al sur de Chile en esos tiempos, sólo respondió al enorme amor que sentía por el teatro, por un teatro «vivo», a pesar de todo.
Margarita Poseck Menz
- «Matita» era el sobrenombre cariñoso de esa maravillosa mujer llamada Matilde Romo.