Margarita Poseck Menz

Taller 772
Básicamente el taller 772 lo conformábamos Pepe Torres, Jorge Aguilar, Margarita Poseck y Eugenia Poseck (que vivía en Madrid) como actriz invitada. Nos formamos como grupo a mediados de los 80 y tuvimos nuestros primeros «actos teatrales» en la fría casona, bien llamada «Siberia», ubicada donde hoy se encuentra el edificio de Arquitectura. En ese lugar botamos unas murallas y ampliamos el espacio para presentar El Hombre que se Convirtió en Perro, dirigido por Margarita Poseck y con algunos actores invitados, recuerdo particularmente a Jorge Vergara, de Antropología, Ximena Morandé, Bibi Rodriguez. Todas las personas que rondaron cerca de Siberia pertenecían a la universidad, eran estudiantes de distintas carreras y unos y otros aportaron desde distintas disciplinas a esta idea. También presentamos Rot-11, una performance asociada al deporte y el desquiciamiento, con mucha música y visualidades Archi, lugar donde tomaba pensión Pepe Torres y donde nos prestaron el viejo garaje de la casona. Ahí ensayamos Sangre en el Cuello del Gato de Rainer Werner Fassbinder, nuestro ícono máximo de esos años. Devoramos todas sus películas y extrajimos todo aquello que nos relacionaba con su cinematografía. Cuando supimos de la existencia de este texto, escribimos a Alemania solicitando el texto. En esa época no existía internet, por lo tanto los flujos comunicacionales eran lentos y muy escasos. Jamás pensamos que nos responderían, así que aquel día que llegó una caja llena de libros sobre Fassbinder y el texto señalado, fue una verdadera fiesta. Conseguimos que Cecilia Zimmermann, esposa de un académico de la UACh y de nacionalidad alemana, además de ferviente activista de la cultura, nos tradujera el texto. El estreno de Sangre en el Cuello del Gato fue el jueves 29 de febrero de 1987 y participaron Eugenia Poseck, Jorge Aguilar, Lilian Villanueva, Alicia Triviños y Osvaldo Cortés Lo que caracterizó nuestro trabajo en el Taller 772 era esa búsqueda –absolutamente intuitiva– de las posibles relaciones entre la escena y la imagen. Estábamos tan obsesionados con el cine que organizábamos «maratones cinematográficas» en mi casa ubicada en el muelle La Peña, que duraban toda la noche y todo el día, como una prueba de resistencia: quien lograba mantenerse lúcido más tiempo. Nos abastecíamos de películas con Guido Mutis. Recuerdo salir de su casa, en la calle Carampangue, con una «pirgua» de plástico llena de sus VHS, que tiene que haber sido para él un tremendo desgarro pasárnosla, porque claro tampoco estábamos en nuestro sano juicio y, evidentemente, corrían peligro. La antesala al inicio de nuestra necesidad de filmar imágenes para nuestros espectáculos fue una obra que armamos y presentamos en el cine Central, ubicado frente a la plaza, un lugar maravilloso, pequeño y cuyo espacio escénico era muy estrecho. Ahí presentamos Teatro de Medianoche, un espectáculo con música de Abercrombie e imágenes que proyectábamos desde un proyector de 16mm conseguido en la Alianza Francesa. La dramaturgia era este hibrido entre cuerpos, música, imágenes. No se hablaba. Las funciones comenzaban después de la última función de la sala, es decir a las 12 de la noche. Por eso le llamábamos Teatro de Medianoche. Nuestros espectadores eran algunos estudiantes nocturnos y borrachos que entraban a las sala con botella en mano y alucinaban con esta puesta en escena que ni nosotros entendíamos.
Entonces conseguimos una cámara, en la Municipalidad, y ocupamos de locación las antiguas y abandonadas ruinas de El Correo de Valdivia en la calle Yungay, donde actualmente está el Juzgado de Policía Local. El sitio era maravilloso, de un abandono absoluto, con sus grandes maquinarias en desuso. Entrábamos al lugar en forma clandestina, conectando un foco con un gran cable desde la pensión de Don Archi. Las primeras tomas las hicimos sobre el techo de la casona, ocupamos un gran catre antiguo. Hasta ahí todo iba bien; sin embargo, cuando Marcos Leal, el camarógrafo que venía de la Municipalidad a ayudarnos, vio el lugar abandonado, lleno de agua e incluso muy peligroso, aceleró el proceso, filmó unos cuantos planos, no nos hizo caso en nada, y se mandó a cambiar, deseoso creo yo de alejarse de nosotros lo más rápido posible. Años más tarde esas imágenes se editaron y circularon en algunos lugares sórdidos del Santiago bohemio y clandestino de los 80. El grupo se desarmó cuando cada uno debió partir fuera de Valdivia. De alguna manera esta experiencia, corta e intensa, marcaría muchas cosas en la concepción del teatro y también del cine que desarrollamos a futuro.
Margarita Poseck Menz

Lilian Villanueva

Recitales de Pablo Neruda y Gabriela Mistral (1985 – 1986)
Eran los años 70, toda una época de auge cultural, sueños, ilusiones, participación. El teatro en su apogeo: participaban estudiantes secundarios, universitarios en su mayoría, académicos, investigadores y actores, todos unidos por la alegría de hacer teatro y llegar con las obras tanto a la ciudad como al campo. Con la llegada de la dictadura todo se derrumbó, todo lo avanzado quedó sumergido, ¡los sueños de muchos se truncaron dando paso a una generación castrada! Pero debíamos mostrar que aún estábamos vivos y había que hacer algo; quizás nuestra inexperiencia de una dictadura nos permitió ser osados e inventar recitales para hablar con la voz de los Nobel chilenos, Neruda y la Mistral; así, después de incursionar con obras de teatro, nacieron los Recitales Poéticos bajo los aleros del TIC.
En el año 1985 decidimos hacer un modesto recital de la poesía nerudiana, yendo contra la corriente, algo peligroso en esos años. En la dirección general y la lectura de los poemas estuvo Roberto Matamala, en lo audiovisual Mariana Matthews, Carlos Fischer, Abel Manríquez y Roberto Hojman; Juan Ossa en la escenografía, Ricardo Silva en la iluminación; en la selección musical, Jaime Matamala; correspondiéndome la producción ejecutiva. En la primera parte estuvo El Hombre Invisible, poema fuerte para la época que se vivía; luego vinieron las Odas al Aire, a la Alegría, a la Crítica, al Hombre Sencillo, al Pan, al Vino y a la Poesía. En la segunda parte, Las Alturas de Macchu Picchu paraba los pelos de punta, para terminar con el Cuándo de Chile y El Canto Repartido.
En el ambiente del Teatro del Cine Club de la Universidad Austral de Chile y en los lugares donde se realizó, como en San José de la Mariquina, se sentía la emoción del público que estallaba en aplausos. Dentro de la solemnidad también sucedían chascarros, como en una ocasión en que no aparecieron las diapositivas, la sala quedó a oscuras y se escuchó una palabra no muy académica del encargado de las diapositivas; nadie se rió, solo había un silencio sepulcral, lo que por supuesto después ha sido toda una anécdota. En otra ocasión, desaparecieron las diapositivas y había recital al día siguiente; la solución la dio el físico del grupo, Roberto Hojman: «Hagamos las diapositivas»… Pasamos toda la noche en una imprenta hacien do las diapositivas y salimos de madrugada al recital en el Teatro de San José de la Mariquina, donde desde una cornisa manejamos las diapositivas: algunas se vieron al revés y otras muy grandes, pero salvamos la situación. Al pasar el tiempo, se encontraron las originales en el carrete de una proyectora.
Y en 1986 siguieron los recitales, ahora con la Mistral. No fue fácil convencer a Roberto Matamala; se disculpaba diciendo, «¿Qué sé de Gabriela Mistral aparte de la leyenda de los Sonetos y los Juegos Florales; la leyenda de la sublime maestra venerada un poco bobaliconamente en las escuelas públicas por aquello de los piececitos azulosos de frío; la leyenda de su privacidad contada apasionadamente una noche de bohemia por uno de sus admiradores absolutos? Pero Matamala aceptó, comenzó a leer y descubrió a esta mujer desconocida, que lo estremeció y maravilló en cuerpo y palabra. Pensó leer aquellos fragmentos reveladores, pero ante la revelación, prefirió la rebeldía, la rebeldía de su verbo, y el recital abarcó: La Paz, Recados de Extranjería, sus Días de Amor y Muerte. Dimos vida al Recital de Gabriela Mistral casi los mismos del Recital de Pablo Neruda, agregándose los niños de entonces Eduardo y Daniel Matamala, hijos de Roberto, quienes recitaron algunos poemas
Para terminar de armar el recital, se trabajó hasta altas horas de la madrugada en casa de Mariana Matthews, seleccionando la música, de responsabilidad de Roberto Hojman. Nos acordamos que en el recital anterior estuvimos hasta muy tarde confeccionando las diapositivas y, al final de la grabación que contenía la música, quedó grabada esta reflexión. Cuento esto ya que en el estreno del Recital de la Mistral, cuando terminó la presentación en el Teatro de la UACh y el público se retiraba, siguió corriendo la cinta del casete y se escuchó en la voz de Hojman: «En el Recital de Neruda estuvimos hasta las 8 de la mañana haciendo las diapositivas. En el Recital de la Mistral nos quedamos seleccionando la música hasta las 4 de la mañana. ¿Hasta cuándo #$%$*&# seguís haciendo recitales?», lo que siempre ha sido recordado con mucha risa en nuestras tertulias teatrales.
Así, el TIC, con estos recitales llevó a la gente nuestros dos Nobel de Literatura, para que conozcan a través de su poesía sus facetas y los aprecien en toda su magnitud y los lean.
Lilian Villanueva. Valdivia, noviembre 2018.

Roberto Matamala

Un Convenio que No Convino

El convenio del TIC con el Instituto Hispánico de Cultura terminó en forma más o menos abrupta. El TIC había hecho un llamado a inscribirse en un taller de teatro. Como todos sus integrantes trabajaban y el grupo no tenía un lugar establecido y, por otra parte, el Instituto contaba sólo con una secretaria part-time, que atendía un par de horas al día, se consiguió que las inscripciones se realizaran en la boutique de David Delgado, un conocidísimo modisto valdiviano, que era pareja del diseñador de escenografía y vestuario del TIC, Leonardo Leo Gálvez. Un día el grupo es citado a una reunión urgente con el directorio del Instituto para tratar un delicado problema. Se inicia la reunión y comienzan una serie de circunloquios muy extraños. Pasa el tiempo y nada se concreta; el director del TIC pregunta entonces: «¿Hay algún problema con alguien del grupo? » El «sí» de la respuesta es muy tímido. «¿Será con Leo Gálvez?», insiste el director. El «sí» es ahora casi inaudible «¿Será porque es homosexual?» Estupor y silencio que concede. El grupo explica entonces que los cuestionamientos a un integrante del grupo lo son a todos y cada uno de sus integrantes y que, dado que no acepta este tipo de intromisiones venidas desde un ente externo, será mejor dejar el convenio hasta aquí y todos tan amigos como antes.

El Oso y La Tortuga

Del Programa de Mano de «El Oso y La Tortuga»
CARTA AL ESPECTADOR
Estimado amigo: te deseamos agradecer que hayas venido. Para nosotros no es siempre fácil tenerte en nuestras funciones. Vas a ver dos pequeñas obras escritas a comienzo de siglo por un ruso y dos hermanos españoles. Anton Chejov escribió la deliciosa farsa del mujic, la viudita y el viejo. Los hermanos Álvarez Quintero, la piececilla del calmatol y la polvorita. Las hemos adaptado a lo que son hoy nuestros campos y pueblos para hacerlas cercanas sin que pierdan su humana y universal comicidad. Muchas personas nos han ayudado y queremos contarte quienes son para que sepas quién es capaz de aportar a la cultura, ya sea con dinero o con trabajo.
Vayan nuestros agradecimientos a: Cámara de Comercio Detallista de Valdivia que nos patrocina, a la Secretaría Ministerial de Educación de Los Lagos, que nos auspicia, Compañía de Seguros La Previsión que nos proporcionó material eléctrico para nuestro equipo, a la Fotocopia Yungay que nos regaló miles de fotocopias, a María Eugenia Daruich, Víctor Biskupovic, Carlos Reyes C.R. Iluminaciones, Peluquerías Splendid y Max, la Peque, que soportó nuestros ensayos; Luisa y sus lolas; Hugley; la Municipalidad de Valdivia, Masisa, Arcón, Pedro Jara; Alejandro Moreno, que facilitó el local y todos los demás que se olvidan. Leo Gálvez diseñó vestuario y trajes. La escenografía la armó Juan, que también supervisó los maquillajes y que además es Gregorio Mella Muñoz y Juan es, por supuesto, Juan Ossa, Mónica Aguilera es la Carmelita y la viuda. Mario Delgado se encargó de la producción, y de Santiago y Lucas. El Correo de Valdivia 18/7/1982 p.6

Clemente Riedemann

La Hamaca
En La Hamaca los personajes eran Job (que yo mismo interpretaba, ¡la patudez!); Casiano (que interpretaban indistintamente Luis Sánchez y Hans Schuster); Bula (que interpretaba Mario Delgado, el de la botillería de calle Aníbal Pinto); y la Vecina (que interpretaban indistintamente Hans y otro joven de pelo muy largo de cuyo nombre no me acuerdo). La dirección fue de Luis Arriagada, que a veces interpretaba a estos tres últimos personajes cuando alguien faltaba. Me parece que Maha Vial pudo haber interpretado a la Vecina en alguna ocasión.
El asunto era la relación entre tres personajes que vivían en un sistema cerrado, en una atmósfera donde el tiempo no transcurre, impregnado de sadomasoquismo, intervenido de tanto en tanto por una vecina que se empecinaba en reclamarles y agredirlos desde el otro lado de una verja, hasta que los cohabitantes deciden ahorcarla. El asunto hace alusión al entorno urbano y ribereño de la ciudad, los amores perdidos, la desesperanza radical, la asunción irónica por un pasado en el que se creyó en algo. Job encarna el escepticismo más extremo, permanece en una hamaca todo el tiempo y se niega a abandonarla; Casiano, la juventud enloquecida por la atmósfera represiva de entonces y la obsesión por aprender el oficio de torturador en el que ve una salida liberadora; Bula expresa la ancianidad sumisa frente al poder; y la Vecina es quien trae las noticias de la realidad, lo que acaba por exasperar a sus victimarios. Obviamente, en ese tiempo yo tenía muy presente la dramaturgia de Beckett (Esperando a Godot y Los Días Felices); de Wilder (El Viaje Feliz); de Pinter (El Vigilante y El Montacargas, ésta última la representamos en el Teatro Municipal); y de Albee (El Zoo de Cristal); además de la farsa molierana, autores cuyas obras había visto como espectador representadas por el glorioso Teatro Universitario de la Austral.
Con la distancia histórica comprendo y valoro como un lujo lo que significó ese Teatro en mi formación intelectual. Éramos una ciudad de provincia y teníamos la excelencia del teatro universal ahí a menos de una hora de trayecto. ¡Cuán enriquecida espiritual y estéticamente estaba la ciudad! Incluso, hasta poco después del golpe, porque recuerdo que Los Días Felices la vi sentado al lado de Nicanor Parra en 1975 o 1976. Al final de la obra él dijo «¡Esto es lo que se llama estar tres horas comiendo mierda!» Aún no sé qué quiso decir en ese momento, quizás se aburrió. La obra es exasperante, pero a mí me hacía mucho sentido y sé que influyó al momento de escribir el guión de La Hamaca.
Clemente Riedemann. Puerto Varas, agosto 2018.

Lina Ladrón de Guevara

Escuela de Teatro de la Universidad Austral: Una Experiencia Personal (1972-1976)
Lina Ladrón de Guevara
Montreal, invierno de 2017.
Nos establecimos en Valdivia en el año 1972. No recuerdo el mes, pero pienso que debe haber sido en septiembre o comienzos de octubre. Acabábamos de regresar de una estadía de casi dos años en Canadá. Habíamos vuelto a Chile con una mística por la Naturaleza, hastiados de las grandes ciudades y deseando no vivir en Santiago. Pero en ese momento era casi imposible conseguir casa para arrendar, en ninguna ciudad chilena. Celso, mi esposo, trabajaba en la Universidad Técnica, y podía cambiarse a la Técnica de Valdivia. Jaime Silva, director de teatro y dramaturgo, ya estaba trabajando en Valdivia y nos insistía para que nos trasladáramos allá. ¡Pero no había donde vivir! Hicimos varios viajes en busca del arriendo ideal, pero no había nada, ni siquiera algo muy distante del ideal. Una amiga nos consiguió, con gran trabajo, una casa en Santiago. Parecía que nuestro futuro no se realizaría en Valdivia.
En ese momento Jaime llegó con la noticia de que él sabía de una casa disponible. Se la ofrecían a él, pero no la necesitaba en ese momento. Viajaba periódicamente desde Santiago a dar sus clases en la Austral y no requería casa permanente. ¡Nosotros, con dos hijos pequeños, por supuesto necesitábamos más estabilidad! Y así fue como arrendamos una casita de tres dormitorios en una parcela frente al río Calle-Calle, en el barrio de Las Ánimas. Gracias a Jaime nos instalamos en Valdivia ¡Probablemente nos salvó la vida!
Mi marido empezó a hacer clases de ingeniería en La Universidad Técnica del Estado, y yo a trabajar en la nueva Escuela de Teatro de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Austral, en la calle General Lagos, al lado del majestuoso río Calle-Calle que en el invierno inundaba el subterráneo donde funcionaba la cafetería de la Facultad… Nuestra aventura valdiviana comenzaba de una manera novedosa y extraordinaria.
Al comienzo yo hacía clases de expresión corporal y actuación. Poco a poco las actividades aumentaron. Empezamos a montar obras y a hacer teatro infantil. Creamos un grupo que contaba cuentos chilenos tradicionales. Visitábamos con ellos colegios, y poblaciones. La idea era que los alumnos practicaran frente a un público real, y que promoviéramos el folklore chileno, especialmente el sureño.
Recuerdo que los profesores nos reuníamos con gran frecuencia a hablar sobre los alumnos, a discutir sus progresos, sus debilidades, a planear estrategias para resolver problemas. Yo esto lo tomaba como algo natural, me parecía la forma lógica de llevar adelante una escuela de teatro. Con los años, y la experiencia en otros países y ambientes, me he dado cuenta de que estas discusiones no son una norma en todos los establecimientos de educación artística. Por mi parte, me alegro de haber tenido esa experiencia docente. Parte importante de las actividades de la escuela era la creación de un teatro abierto al público valdiviano, en el que participaran profesores y alumnos, como actores, directores, diseñadores escénicos y de vestuario, utileros, iluminadores, en fin, que hicieran todos los trabajos necesarios para mantener una compañía teatral funcionando. Así los alumnos realizaban una práctica intensa que incluía una relación constante con los públicos de distintos barrios valdivianos y ciudades sureñas. Además de las clases teóricas, los alumnos debían asistir a ensayos y funciones y participar en todas las tareas requeridas para crear una actividad teatral valdiviana, que pudiera además viajar a otras ciudades y provincias. Otro de nuestros principios era colaborar en los montajes con las otras disciplinas que se enseñaban en la facultad, como música y danza. Recuerdo dos colaboraciones con la Escuela de Danza: me tocó recitar un poema de Jaime Silva acompañando un ballet con música de Chopin; y, un texto del joven poeta Roberto Matamala, que ilustraba una escena del ballet Sheherezade de Rimsky-Korsakov. Por cierto, no recuerdo todas las obras que montamos, pero entre otras estaban: El Oso y La Petición de Mano, de Chejov; Pasos de Lope de Rueda; La Lección de Ionesco y El Médico a Palos de Moliere. Con las dos últimas obras hicimos una hermosa gira a Chiloé. Las presentaciones se hacían en las escuelas de pequeños pueblos, con una asistencia extraordinaria. Creo que nadie se quedaba en casa. ¡El pueblo entero estaba en el teatro! El Médico a Palos presentaba una problemática fácilmente comprendida por el público, pero La Lección de Ionesco causaba muchas discusiones. Y en un cierto momento tuvimos que asegurarle al público que con esa obra no pretendíamos «tomarles el pelo,» sino presentarles algo diferente, una visión del mundo que causara sorpresa e hiciera pensar. Después de ver la obra los niños nos seguían por las calles gritando: «¡Me duelen las muelas…!» Esta gira por Chiloé produjo en todos un gran interés y cariño por esa región, para la mayoría de nosotros remota y llena de sorpresas por sus costumbres y tradiciones, distintas a las del resto del país.
Poco después llegó el golpe militar. No es el propósito de esta narrativa entrar a discutir a fondo lo que esto implicó, pero puedo decir que se produjo un ambiente de gran temor y de inseguridad. Varios de los profesores fueron despedidos de inmediato. Algunos de los alumnos fueron expulsados, otros encarcelados e, incluso, ejecutados. Nada se sabía con seguridad, había muchos rumores, y sobre todo mucho miedo. Después de los primeros días en que todos tuvimos que permanecer encerrados en nuestras casas, comenzamos poco a poco a retomar actividades.
Como ejemplo de lo sorpresivo que fue todo esto, de lo inima ginable que eran para nosotros los extremos a que podía llegar la represión, puedo contar que el día del golpe teníamos programada una representación de El Oso de Chejov, en uno de los liceos de Valdivia. Yo había llegado temprano a la Facultad, ordenado todo lo necesario para presentar la obra, llenando dos cajas de utilería y vestuarios, y los había llevado a la entrada del edificio para esperar el vehículo en que iríamos al Liceo. En ese momento llegó uno de los profesores que actuaba en la obra. «Lina, me dice, ha habido un golpe militar!» «Sí, le respondí, pero tenemos función en el Liceo.
Aquí tengo todo listo». «Hay un golpe militar, repite, no va a haber ninguna función». «¡Pero, cómo! si ya estaba todo confirmado ¡No podemos cancelar!» Yo seguía aferrada a mis principios de actriz: «¡La representación sólo se cancela con certificado de defunción!», nos enseñaron en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile! Yo había aprendido muy bien ese principio.
Mi compañero logró persuadirme y aclararme la gravedad de la situación. Era increíble para mí que en Chile pudiera suceder algo tan extremo y tan violento. Poco a poco fuimos aprendiendo que era así, efectivamente. Días después, fui informada por un elegante abogado cuyo nombre no recuerdo, que la Universidad Austral ya no necesitaba mis servicios. Respondí que yo estaba a cargo de varios cursos, que teníamos una serie de proyectos en preparación y que era evidente que la Universidad me requería. Pero mis argumentos no contaron para nada. Por suerte, Matilde Romo, Vicedecano de la Facultad de Bellas Artes, era muy convincente, y tenía muchos conocidos en posiciones elevadas. Ella logró, caso excepcional y único, que me recontrataran. Pero ya sabíamos todos que estábamos vigilados y que teníamos que cuidar nuestras acciones.
Empezó una etapa de mucha actividad para la Escuela de Teatro. Por supuesto, con Jaime Silva a la cabeza de la Facultad de Bellas Artes, no faltaban ideas de obras que presentar, nuevos proyectos que realizar. Jaime fue un gran artista. Su cultura teatral era enorme y sólida, poseía extraordinaria energía y entusiasmo para convertir en realidad las presentaciones que consideraba esenciales para la formación y desarrollo cultural y artístico, no sólo de los alumnos, sino también de los habitantes de la región en que vivíamos. Matilde Romo, directora de la Escuela de Danza tenía también gran talento y un amor contagioso por su arte. A todo esto, se agregaba el sentimiento claro que teníamos todos los profesores y artistas de la Facultad de Bellas Artes de que, bajo un régimen militar, nuestra situación no era sólida. Teníamos que probar que éramos eficientes, que producíamos y elevábamos el nivel cultural de la ciudad y de la provincia. Extendimos el alcance de nuestras giras y nos convertimos en una Escuela que prestigiaba la Universidad Austral en toda la región. (Curiosamente, estas aspiraciones nuestras al desarrollo cultural y educativo de la zona, fue una de las razones que se supone motivaron al Gobierno Militar a cerrar la Escuela de Teatro en 1976).
Montajes que recuerdo de ese período, y en los que actué, fueron El Zoológico de Cristal, de Tennessee Williams y Días Felices de Beckett. En estas dos producciones tuve el privilegio de actuar en dos roles difíciles, complejos, que fueron muy importantes para
mi desarrollo como actriz.
Realizamos también el Oratorio 1850, una obra muy ambiciosa escrita por Jaime, con música de Luis Advis. Era un homenaje a la colonización alemana de la zona de Valdivia. La obra contaba con un elenco de casi cien personas: tenía un coro infantil y otro de adultos. Cantantes solistas, narradores, bailarines, actores que representaban escenas de otras épocas, con títeres, máscaras y vestimentas llamativas, coreografías de distintos periodos históricos.
Era un gran espectáculo. Fue miembro del elenco la famosa cantante Malú Gatica, una mujer encantadora que ayudó mucho a que tuviéramos una gran asistencia de público. Mi personaje era una «flapper» de los años veinte, que cantaba, bailaba, y recitaba en alemán. Todavía recuerdo los versos que provienen de una obra alemana tradicional para niños, llamada Der Struwwel Peter: Wenn die Kinder artig sind Komt zu ihnen das Christkind… Esta obra viajó mucho, a pesar de su numeroso elenco. En Santiago se presentó en el Teatro Municipal. Allí el público, en el que había muchas personas de origen alemán, al final nos ovacionó y lanzó al escenario una lluvia de claveles rojos… Fue una recepción excepcional, muy fina…
Todas las obras que se presentaron durante estos años representaban un deseo de explorar, de inspirar en nuestros alumnos curiosidad, audacia, y una aspiración constante a la perfección, a mantener siempre la disciplina teatral, para que nuestro arte lle gara a su mayor altura. Quiero hablar de una experiencia que fue muy significativa para mí. Mencioné que durante nuestras giras nos encariñamos mucho con Chiloé. Tanto fue así, que sus leyendas y folklore me inspiraron para escribir una obra que describiera ese mundo, tan desconocido para nosotros los «nortinos». Con un grupo de alumnos (que incluía a las hermanas Poseck, Bernardita Hurtado, Luis Arriagada, Rosa Álvarez, Bruno Rodríguez, Pedro Torres y a otros más), realizamos un viaje de investigación a Chiloé, donde entrevistamos a la gente en los mercados y en las playas, tomamos notas de sus vestimentas, de sus maneras de hablar, les hicimos preguntas sobre sus leyendas y creencias, en fin, tratamos de empaparnos en ese mundo que nos parecía tan distinto y novedoso. En esto nos ayudó mucho Bernardita Hurtado, que era de Chiloé, había vivido allí desde niña con sus abuelos, y tiene gran intuición artística y un enorme cariño por su isla. Basándome en el material recolectado escribí una obra llamada El Trauco Enamorado. Mi intención era hacer una obra para niños, y por lo tanto tuve que modificar el personaje del Trauco, que, ¡según la tradición es un gnomo de enorme apetito sexual, que se supone justifica todos los embarazos sorpresivos de las muchachas chilotas! El montaje de esta obra fue muy interesante para mí. Era la primera vez que trataba seriamente de representar la cultura popular, y rendirle un homenaje a su imaginación, su picardía y sentido del humor, a su poesía, a la riqueza de sus observaciones sobre la vida y el medio ambiente que los rodeaba. Traté de ser lo más fiel posible a la realidad que había observado. Tuve un buen elenco para realizar la obra, mucha colaboración de parte de los estudiantes para investigar la realidad de Chiloé, para crear el vestuario, las máscaras y la escenografía. No sé si nos dábamos cuenta cabal de lo que estábamos haciendo, pero yo tenía la intuición de que era algo novedoso, que estábamos honrando y reconociendo el talento y la creatividad de los chilotes; algo que hasta ese momento (estoy hablando de 1975), no se había hecho. La cultura y el arte, se suponía que estaban sólo en Santiago, o a lo más en las grandes ciudades y en las clases dirigentes. Todavía no prevalecía la idea de que era indispensable conocer, apreciar y respetar las diversas culturas de nuestros pueblos indígenas.
En una de nuestras giras a Chiloé, el alcalde de la ciudad de Castro, al saber de nuestra obra El Trauco Enamorado, ofreció presentarla sin costo alguno para el público, en una función a las tres de la tarde. Con mucha anticipación, la gente se estaba agolpando a las puertas del teatro. Era un público distinto, no los intelectuales de clase media de costumbre, sino más bien campesinos, pescadores, vendedores de feria, obreros. Este evento era algo completamente inusitado: ¡Teatro gratis y una obra llamada El Trauco Enamorado! ¡Era una gran sensación! Cuando el público llenó la sala, yo, sentada en el centro de ella, pensé que estaba viviendo una situación excepcional: había escrito y dirigido una obra en la que por primera vez, el público iba a ver representadas sus creencias, sus costumbres, sus personajes. Habíamos tratado de ser lo más auténticos posible, en los trajes, en las maneras de hablar, en todos los detalles. Empezó la obra, y se sentía que el público estaba entusiasmado con la idea de ver su propia historia. Cuando llegó el momento de la aparición del Trauco, el suspenso en la sala era intenso: pienso que todos temían, y al mismo tiempo esperaban, ver a un Trauco escandaloso… Pero era una obra para niños, y este Trauco era ingenioso, simpático, maldadoso y pícaro, pero no explícito en sus maldades. Sentí que el público se relajaba… ¡Tal vez el otro Trauco hubiera sido demasiado extremo! En todo caso el aplauso fue grande, y quedamos todos felices con la experiencia. Para mí, esta fue una vivencia importante, un descubrimiento de las fuentes de la imaginación, de la importancia de reconocer y respetar las culturas primeras, las que están más cerca de la tierra, de la Naturaleza, de los misterios profundos del cosmos. Representamos esta obra muchas veces y una vez la llevamos a Santiago, al Liceo Manuel de Salas. Después de la función uno de los profesores me comentó: «Bonita la obra. ¿Está basada en una leyenda japonesa?» En Canadá escribí un cuento llamado Trauco in Love, donde presento los personajes de la mitología chilota. Curiosamente, los indígenas de estas costas, muy parecidas en su geografía a las del Sur de Chile, tienen en su rica mitología, personajes semejantes a los nuestros. ¡Lindo tema para un estudio etnográfico, o tal vez, para una obra de teatro!pensé que estaba viviendo una situación excepcional: había escrito y dirigido una obra en la que por primera vez, el público iba a ver representadas sus creencias, sus costumbres, sus personajes. Habíamos tratado de ser lo más auténticos posible, en los trajes, en las maneras de hablar, en todos los detalles. Empezó la obra, y se sentía que el público estaba entusiasmado con la idea de ver su propia historia. Cuando llegó el momento de la aparición del Trauco, el suspenso en la sala era intenso: pienso que todos temían, y al mismo tiempo esperaban, ver a un Trauco escandaloso… Pero era una obra para niños, y este Trauco era ingenioso, simpático, maldadoso y pícaro, pero no explícito en sus maldades. Sentí que el público se relajaba… ¡Tal vez el otro Trauco hubiera sido demasiado extremo! En todo caso el aplauso fue grande, y quedamos todos felices con la experiencia. Para mí, esta fue una vivencia importante, un descubrimiento de las fuentes de la imaginación, de la importancia de reconocer y respetar las culturas primeras, las que están más cerca de la tierra, de la Naturaleza, de los misterios profundos del cosmos. Representamos esta obra muchas veces y una vez la llevamos a Santiago, al Liceo Manuel de Salas. Después de la función uno de los profesores me comentó: «Bonita la obra. ¿Está basada en una leyenda japonesa?» En Canadá escribí un cuento llamado Trauco in Love, donde presento los personajes de la mitología chilota. Curiosamente, los indígenas de estas costas, muy parecidas en su geografía a las del Sur de Chile, tienen en su rica mitología, personajes semejantes a los nuestros. ¡Lindo tema para un estudio etnográfico, o tal vez, para una obra de teatro!

Margarita Poseck Menz

Un Vikingo en el Bosque
Los recuerdos de mi primer encuentro con Jaime Silva se me presentan como fragmentos de un sin número de anécdotas vinculadas a nuestros inicios de lo que por aquellas fechas era una actividad teatral que crecía y se proyectaría desde la academia, a pesar de tener solo 16 años. Recién llegado a Valdivia, Jaime Silva se había instalado, junto a Gabriel Rojo, en una casa en las afueras de la ciudad hacia el sector de Piedra Blanca, camino al sur, en un lugar montañoso y aislado. Una tarde estábamos junto a mi hermana gemela, Eugenia, en casa de Verónica Cortínez, y su madre, Matilde nos pregunta si queríamos acompañarla a saludar a un profesor recién llegado a la ciudad. Nosotras, aún no conscientes de nada, lo vimos como un panorama posible y partimos en la citroneta de Matita* hacia el lugar. Recuerdo que llegamos al caer la tarde y el lugar no tenía luz eléctrica.
Entramos a la casa, y ahí lo vi por primera vez. Un hombre alto, imponente, con un largo pelo rubio, una barba y ojos azules, tendría calculo yo, en ese tiempo, unos 35 o algo más de edad. No recuerdo el detalle de la reunión, pero sí algo insólito que ocurrió aquella vez: llevábamos ya bastante rato en la conversación y de pronto me percato que en un rincón de la habitación había otra persona, muy quieta en la oscuridad, fumando un cigarro. Era Gabriel, el compañero de Jaime, que había llegado con él. Un hombre callado, de mirada inquietante, moreno, también de porte imponente. Desde una perspectiva de adolescente ambos hombres construían un cuadro bastante perturbador, pero hoy día los percibo como personajes de un cuento que más tarde abriría páginas maravillosas en nuestras vidas. Jaime Silva era un maestro de aquellos que con su sabiduría y estilo marcan huellas profundas. Su amor al teatro, su tremenda habilidad de traspasar conocimientos y hacerte sentirte cómoda a la hora de interpretar un rol. Los ensayos con él eran una experiencia en la que nos sumergíamos sin tiempos ni apuros. El mundo externo quedaba fuera de inmediato y las horas pasaban sin darnos cuenta. Tuve la suerte de compartir escenario con él cuando montamos La Carroza del Santo Sacramento de Próspero Merimée, yo en el rol de Camila Perricholi, y él como marido. Al comienzo sentía un poco de pudor, pero luego fue una experiencia fantástica.
Jaime nos llamaba «las lolas», por nuestra juventud, y tenía la paciencia de pasar por alto pequeñas conductas propias de la edad. Cuando fuimos de gira a Santiago con el Oratorio Escénico 1850 en plena dictadura, embarcó a todos en la Pingüina, la micro amarilla de la universidad, pero tuvo la gentileza de protegernos de aquello y consiguieron un avión pequeño que nos trasladó a Santiago. Como llegamos antes, nos trasladamos al Teatro Municipal y tras largas horas de espera, sin entender que ocurría, porque no llegaban, nos comentan que los habían llevado detenidos por circular en toque de queda. Él era capaz de salir de todas esas situaciones, siempre con una sonrisa. Jaime Silva era un animal de teatro, como son muy pocos. Años más tarde y él ya de regreso de un autoexilio en España y Canadá, ya bastante mayor, me sorprendió verlo trabajando en Santiago con una sobrecarga enorme. Su regreso a Chile no estuvo exento de sinsabores. Se le vinculó injustamente como colaborador al régimen de Pinochet. Cosa que no fue así, su decisión de seguir trabajando y venirse al sur de Chile en esos tiempos, sólo respondió al enorme amor que sentía por el teatro, por un teatro «vivo», a pesar de todo.
Margarita Poseck Menz

  • «Matita» era el sobrenombre cariñoso de esa maravillosa mujer llamada Matilde Romo.

Roberto Matamala

En la memoria de sus alumnos de la Escuela de Teatro permanece viva la entrañable presencia del maestro Juan Guzmán Améstica. Y sus maravillosas anécdotas. Hecho prisionero después del golpe, un tenientucho ordenó a los presos trotar por el patio. Don Juan (como cariñosamente le llamamos siempre) replicó: «Es decir,1 máteme. Soy enfermo del corazón así es que igual moriré si corro. Es decir, máteme». Una vez, inició su clase preguntando por autores de teatro contemporáneo norteamericano, no hubo quién en el curso diera noticia de los tales. Filípica de unos diez minutos acerca de la desidia de los alumnos, de su ignorancia, su poco interés. Hasta que alguno se atrevió a decir con temblorosa voz: «Don Juan, perdone, esta es la clase de teatro griego». Respuesta: «Es decir, me equivoqué de clase». Y esta, que llamamos por qué los asientos del bar del Paula tienen respaldo: Llegó Don Juan, bastante pasado de copas, hasta el, a estas alturas casi mítico, Café Restaurant Paula, del inolvidable Pato Águila, lugar donde, por décadas, se juntó la flor y nata de la bohemia valdiviana. 2 Pidió un hotdog. Entre el ruido de las conversaciones y el entrechocar de platos, vasos y botellas, no le escucharon o simplemente no le hicieron caso. Se quedó dormido. Despertó. Volvió a pedirlo y se volvió a dormir. Despertó por tercera vez y ya indignado porque no traían su pedido, levantó su mano presa de Dies irae y… se fue de espaldas, golpeándose en la cabeza y provocándose un TEC cerrado. Carreras del Pato Águila y algún amigo solidario para trasladar al paciente, ahora sin sentido, hasta el hospital.
Luego don Juan contaba: «Es decir, desperté en un lugar completamente blanco, es decir, quise mover un pie y no pude». (Claro, lo habían amarrado a la cama para que no cayera si tenía convulsiones). «Quise mover un brazo, es decir, y tampoco. Miré hacia arriba, es decir, y vi un crucifijo. Dije entonces, es decir ¡chucha, me morí!»

1 «Es decir»: muletilla de don Juan Guzmán.
2 Y al que en dictadura llegaban también los agentes de la CNI, que tenían su cuartel un poco más allá, en la misma calle Pérez Rosales, donde está hoy la Casa de la Memoria. Los reconocíamos a todos y ellos, imagino, también a nosotros.

Roberto Matamala

Juan Guzmán, nacido en Santiago el 29 de marzo de 1931, muere en Ancud el 25 de diciembre (igual que Charles Chaplin) de 1980. Fuimos al velatorio y funeral con Pía Rudloff y Liliana Larrañaga. La capilla ardiente era, si mal no recuerdo, en el obispado, a la sombra del obispo Juan Luis Ysern, el que le había acogido en sus últimos años. Le rodeaba un coro de lacrimosas mujeres vestidas de negro. Nos cuchicheamos: Don Juan se va a levantar de su ataúd y va a exclamar: «Es decir ¿qué hacen aquí todas estas viejas de mierda?»

Clemente Riedemann

Conocí a Jorge Torres en 1971 en un taller denominado «Técnica Literaria del Drama», en la mítica casona de calle General Lagos donde funcionaba la Facultad de Bellas Artes de la UACh. Yo cursaba entonces mi último año en el liceo y me había informado del curso a través del periódico local El Correo de Valdivia. El taller era dirigido por Juan Guzmán Améstica y a la hora de la reunión no había más que tres interesados: Torres, Jorge Ojeda y yo. Eran como las siete de la tarde y estaba oscuro. Mi vida de escritor empezó entonces.

Luego de algunas formalidades, el director del Taller nos preguntó sorpresivamente: «Ya que somos tan pocos y la sala es tan grande, ¿por qué no nos vamos a conversar a un lugar más apropiado?» Los dos Jorges se miraron con la complicidad que les daba una amistad ya en trámite avanzado y se volvieron hacia mí que estaba sentado a sus espaldas. Después de unos segundos en que me miraron con cierto patetismo, Ojeda me preguntó: «¿Tienes permiso de tu papá?»

El humor irónico de Ojeda me resultaba entonces atemorizante. Yo no estaba acostumbrado a tratar con la ralea intelectual, atender a esas expresiones que llevan una pequeña bombilla venenosa en el interior de cada frase. Miré a Torres y él –que parecía una torre alta, gorda y ceñuda– asintió con la cabeza. Su gesto me dio confianza. «Sí», dije, con alguna inquietud.

Extracto de La Ciudad Sin Torres, por Clemente Riedemann.